Los Pueblos Indígenas pilar de la Diversidad que nos enriquece

por Alfonso Alem Rojo

Algo ha cambiado en América Latina y el mundo en el último cuarto de siglo.

Los indígenas han pasado de constituir una parte minorizada, despreciada –cuando no ignorada- por el poder, a ser sus titulares.

La legitimidad de sus demandas y reivindicaciones ha pasado de ser reconocida por los sectores más progresistas y sensibles de la sociedad a ocupar un lugar privilegiado en la agenda política y de derechos de la mayoría de los países de la región y en el Sistema Internacional.

Las marchas, bloqueos, ayunos y reclamos frente a los avasallamientos, masacres y la continuidad del despojo colonial de sus tierras, territorios y recursos por parte de los regímenes republicanos surgidos hace casi dos siglos y los sectores sociales herederos del poder peninsular; han dado lugar al reconocimiento de la dignidad y los derechos de los sobrevivientes de esta historia, que hoy multiplican su significación estadística censo tras censo en cualquiera de los países que tiene el valor de reconocer esta realidad como parte de su legado y su futuro.

En un mundo que pasó de una bipolaridad que ocultaba la gigantesca diversidad de proyectos societales vigentes en el planeta de fines del siglo XX, a la pretensión de imponer un orden unitario y uniforme tras el pregón del “fin de la historia”; la victoria del “occidente” moderno ha servido para negar el valor de los aportes civilizatorios de la herencia cultural de las cuatro quintas partes de la humanidad, y la “mundialización” ha pasado a percibirse como sinónimo de una “americanización” que amenaza aún a ese “occidente” que comparte la tribuna de los victoriosos.

En este mundo amenazado por la mediocridad de la imposición de un megaproyecto monocutural, la reacción natural ha sido la apelación a las raíces de las diversas pertenencias e identidades, aunque en ocasiones se hayan enarbolado símbolos del arcaísmo para afirmar sus diferencias. Y es que este fenómeno ha estremecido por igual a la Francia europea que a las sociedades tribales de sus –hasta hace poco- pertenencias coloniales en el occidente africano, o a los más de 30 pueblos indígenas que pueblan la amazonía de un país despoblado como Bolivia.

El hilo conductor que hermana todos estos procesos no es otro que la reivindicación del primer derecho que encabeza los pactos de derechos humanos en el ordenamiento jurídico internacional: el derecho a la libre determinación como un derecho de los pueblos, de todos los pueblos del mundo, incluidos –naturalmente- los pueblos indígenas. Este terremoto planetario ha puesto en evidencia que las culturas son poderes.

Mientras las oligarquías criollas en los países latinoamericanos, prisioneras de la influencia del liberalismo europeo y estadounidense, buscaron construir y preservar su hegemonía en sociedades que pretendieron homogeneizar como base de unos proyectos nacionales hechos a medida de sus intereses minoritarios, impulsando proyectos asimilacionistas o extincionistas para someter a sus poblaciones originarias a sus designios, las respuestas fueron desde la mimetización ubicua hasta la resistencia ensangrentada.

Sin embargo, a la luz de los avances registrados en lo que va del nuevo siglo, se puede apreciar que la emergencia de los pueblos indígenas no se limita a los confines de este continente, así lo confirman hechos que van desde la creación del Foro de las Naciones Unidas sobre Asuntos Indígenas como organismo subsidiario del ECOSOC hasta la aprobación de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos Indígenas luego de un proceso de más de 25 años, ambos en el seno de la Asamblea General del organismo rector de las relaciones internacionales.

Por su parte, en el ámbito de la UNESCO, la aprobación de la Declaración sobre el valor de la diversidad cultural, primero, y de la Convención para la Protección y Promoción de la Diversidad de Expresiones Culturales, después; así como la Convención para la Protección y Promoción del Patrimonio Intangible, han transformado a este organismo de su anterior condición de celador de sitios arqueológicos, templos y palacios que testimonian la grandeza de civilizaciones hoy desaparecidas, a la que empieza a forjar como defensor y promotor de las culturas vivas de hoy.

Hoy no hay conferencia internacional sobre prácticamente ningún tema que no cuente con una nutrida representación indígena, sea que se hable de paz, de desarrollo sostenible, de biodiversidad y conocimientos tradicionales, de propiedad intelectual, de educación y ciencia, de salud, de políticas de población, de acceso y aprovechamiento de recursos naturales renovables y no renovables, de energía, de agua,… centenares de representantes de pueblos y organizaciones indígenas llenan los pasillos y las salas de debates con propuestas estructuradas producto de procesos locales, nacionales, regionales y globales de concertación, alternando todavía el espacio de sus luchas cotidianas y domésticas con estos otros ámbitos de legitimación y aporte de perspectivas diferentes para tratar temas que hoy son parte de las preocupaciones centrales de los gobiernos y pueblos de todo el mundo.

Con estas ideas, ha llegado la hora de dejar de ver a los pueblos indígenas, sus cosmovisiones, sus ideas sobre el mundo y la vida, sus formas de organización y autoridad, las expresiones de su espiritualidad, sus prácticas de justicia, sus conocimientos vinculados al aprovechamiento de sus recursos y la gestión de sus territorios y sus paisajes,… -en el mejor de los casos- como expresiones folclóricas de pueblos ingenuos, o –en el peor de ellos- como rémoras de un pasado arcaico y primitivo, testimonios del atraso y la negación del desarrollo y la voluntad de progreso, o simplemente, como sub culturas cuyas artesanías nunca llegarán a la condición de arte, cuyas brujerías nunca llegarán a la condición de ciencia, cuyos mandamases nunca llegarán a la dignidad de representantes democráticos.

He ahí los retos que deben enfrentar nuestras sociedades para construirse como sociedades pluralmente democráticas, superando el mezquino concepto de tolerancia por el luminoso y proactivo de respeto. Estamos frente al desafío de descubrir con humildad lo mucho que se puede enriquecer nuestra cultura nacional a partir de concebirse abierta no sólo a los influjos del mundo que nos rodea sino, sobre todo, a las que siendo parte de nuestro acervo han permanecido negadas, sojuzgadas, inferiorizadas o perseguidas. Si la capacidad de adaptación es uno de los valores de que depende nuestra inserción en la cambiante sociedad planetaria del presente y el futuro, no tenemos que ir a ninguna parte para aprender de ella, la tenemos en casa testimoniando lo que las culturas que poblaron primero las tierras en que vivimos supieron tomar y desechar en el camino para ser hoy las culturas vivas que son. La idea de modernidad que nos impulsa a ir adelante pasa por mirar primero hacia adentro, para reconocer las mil caras que refleja el espejo cuando nos paramos frente a él como lo que somos, despojados de nuestras máscaras y complejos.